Hace un tiempo un estimado me prestó un libro y se ganó un espacio especial en mi memoria por ello. A diferencia de aquel autor, a mi mente no llegan las ideas ni fluye el conocimiento o la literatura por mis manos o mi lengua y, además, él es alguien cuyo nombre retumba en los recuerdos de quienes tuvimos el gusto de leerlo, a diferencia de mi, quien he tenido a lo largo de los años que llevo en Blogspot una cantidad de apodos, nombres y letras unidas sin sentido que difícilmente puedo contar. Algunos me conocieron como Alguna. Otros tantos por un juego de palabras que -odio reconocerlo- escuché en un programa estilo matinal estadounidense y me dio una pequeña idea que brotó en forma de nombre propio por mucho tiempo en otro lugar perdido que recuerdo con amor. Muchos también me ubicaron como lo que somos todos nosotros, gente que tiene un camino, y viaja por él en calidad de pasajeros. El punto es que no puedo recordar si alguna vez, en toda la historia de mis personalidades múltiples y hogares que han refugiado mis palabras, he firmado con mi nombre real.
El protagonista de la novela comprendió la relevancia de los nombres propios cuando los personajes del bien de aquellos tiempos arrebataron de su vida un ser preciado. A pesar de llorar su ausencia en un lamento sin pudor ni reparos, no puede nombrar al sujeto de su afecto. El peso de ciertas palabras que no alcanzan a ser por sí mismas un concepto me parece francamente abrumador, inquietante y fascinante; la cantidad de personas que nacen de mi lo es también. La habilidad del intelecto es poder darse a conocer, en este caso, pariendo una serie de seres que particularizan un valor, un vicio, un defecto y una virtud de una sola identidad que no tiene clara su identidad. El corazón me da tumbos porque siente y recuerda con graciosos toques de añoranza todo lo que los unía en uno solo y me delataban como la misma autora de cada uno de los escritos que han escapado de una parte de mi; viscerales, intelectualoides y racionales.
A todos estos personajes les debo parte de mi ser, especialmente porque ellos me permitieron ser un poco más honesta y franca con quienes conocieron las virtuales casas de alboroto que refugiaban ese yo que siempre quiso salir; me dejaron ser libre en mi ser más íntimo, dejar ir por sobre la realidad. Lo único que ocultaron de mi personalidad fue precisamente mi cotidianidad y mi gran cruz: mi nombre.
Manuel García
Cómo dices tú